historia legal sobre la mariguana o canavis

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A lo largo de la historia han sido escasos los intentos de prohibir el cannabis, y sólo la actual prohibición mundial de la marihuana tiene su origen en el miedo. Si entre los musulmanes se dictaron fatuas prohibiendo el consumo de vino y de cannabis, éstas fueron por culpa del apartamiento psicoactivo en la adoración a Alá, no por ningún miedo. Más cercanamente en el tiempo, durante su ocupación de Egipto a principios del siglo XIX, Napoleón Bonaparte prohibió en este país el consumo de los derivados del cannabis por estrategia de su ocupación, que no por ningún temor hacia la sustancia misma. Curiosamente, al cannabis se le atribuyen alteraciones psíquicas como daño de riesgo y, sin embargo, fue un médico psiquiatra francés, Moreau de Tours, hijo de un soldado de Napoleón, el primero que introdujo el hachís en Europa para tratamiento de enfermos mentales y quien facilitó a los artistas y literatos del Club des Haschischiens el dawamesk con el que éstos se colocaban, lo que demuestra que tampoco había temor en el comportamiento francés hacia el cannabis. Ni siquiera por parte del imperio inglés, ocupante de la India durante décadas, hubo intención de prohibir por miedo el consumo de las muchas variedades de hachís o ganja que se consumían en aquel país. Al contrario, en lugar de prohibir, fue un coronel médico del ejército de ocupación victoriano, el ya reputado O’Saughnessey, el encargado de publicar en 1894 un extenso informe acerca de los perjuicios y/o beneficios que médica o socialmente el cannabis causaba entre la población hindú, llegando a la conclusión de que no había ninguna necesidad de prohibir el cultivo ni el consumo de esta apreciable planta. Pero, ya a finales del siglo XIX, la moral puritana y la ética calvinista de las iglesias protestantes de EE UU predicaban la persecución del consumo de las sustancias placenteras temiendo que éstas apartasen al hombre del trabajo productivo y de los deberes familiares. De forma que, en las ciudades de creciente industrialización, las iglesias protestantes fomentaron un reformismo que tuvo a los clubes antivicio femeninos como aliados que tras de haber perseguido las secuelas dejadas por la Guerra Civil estadounidense en cuanto al consumo de opiáceos, –secuela conocida como “mal del soldado” por el empleo del opio como analgésico para los dolores de las heridas recibidas–, dedicaron sus nuevos esfuerzos a perseguir el consumo de un antitusígeno compuesto de alcohol y opio, el láudano, que causaba graves problemas de rendimiento en la pujante sociedad industrializada de EE UU. Derivación del influjo reformista religioso resultó la prohibición del opio promulgada por EE UU en la recién conquistada Filipinas –donde era de libre venta en los estancos hasta que España perdió esa colonia en la guerra de 1898– y a partir de entonces el empeño norteamericano en lograr la firma de tratados internacionales fue el embrión de la prohibición actual de las tres “drogas” principales –opio, coca y cannabis–, prohibición que se materializó mundialmente en la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes . Pero fue el miedo lo que llevó a EE UU a prohibir el cultivo, comercio y consumo de marihuana que hasta entonces había sido normal entre la población hispana, histórica y legítimamente pobladora de los países sureños. El miedo a que los peones y obreros hispanos, que tenían muy arraigada entre ellos la costumbre de fumar marihuana y que trabajaban en el campo y en la industria de los estados colindantes con México, fue lo que dio lugar a la aplicación de las leyes Jim Crow, unas leyes de segregación racial que tras de la Guerra Civil estadounidense se impusieron en todos los estados del Sur, decretando la separación de los negros en escuelas, viviendas, matrimonios, etc. Estas leyes, entonces, persiguieron y castigaron también a los hispanos. El temor de los estadounidenses contra ellos creció sobre todo en Texas, Colorado, Nuevo México, Arizona, California o Nevada, estados que entre 1912 y 1917 aplicaron las leyes acosadoras a los fumadores de marihuana por miedo a que éstos pensaran por su propia cuenta, con libertad de opinión y criterio, y contagiados por la idea de la Revolución (1910-1920) que en el vecino México se estaba produciendo, se rebelaran al ritmo de “La cucaracha” contra los explotadores gringos. El reformismo de las iglesias protestantes caló en el gobierno de EE UU, que impuso la prohibición del consumo de alcohol mediante la promulgación de la Ley Volstead o “ley seca” (1920-1933). Una prohibición que tuvo muy malas consecuencias, pues aumentó el mercado negro generando gansterismo y mafias, además de provocar graves daños a la salud por adulteración del alcohol. Así, al cabo de 13 años, la ”ley seca” hubo de ser derogada. Mientras, se reafirmó la persecución de la marihuana pues, no siendo todavía ilegal, era un sustituto más barato y capaz de producir efectos psicoactivos más placenteros que los del alcohol. Fue esta observación la que hizo dar marcha atrás al poder prohibicionista gringo para derogar la “ley seca”, además de que psicoactivamente, al contrario que la marihuana, el alcohol adormece cualquier idea inspiradora de rebelión, pues embrutece la voluntad del individuo bebedor. Fueron años en los que el cine, industria de propaganda en auge, produjo películas como Reefer Madnes (1936, La locura del porro), uno de los filmes que mostraban al fumador de marihuana como adicto a una droga peligrosa que le convertía en delincuente y psicópata, en un violento marginado peligroso para la sociedad. Los políticos, influidos por los intereses del magnate de la prensa amarilla W. Randolph Hearst (al que retrató Orson Welles en Citizen Kane), trataban de complacer a los poderosos de la época, quienes veían en el sinfín de aplicaciones industriales del cáñamo un producto competidor para sus papeleras, para la fibra nylon recién descubierta o, en general, para el empleo de derivados del petróleo tan en auge entonces. Fue por miedo al avance del cáñamo como materia prima y por temor a la marihuana como transmisora de ideas liberadoras, que el poder fáctico buscó chivos expiatorios en los hispanos acusándolos de crímenes violentos que ni siquiera los informes policíacos de esos años confirmaban, pues los explotados trabajadores hispanos cometían muchos menos delitos que los blancos. No obstante, la prensa amarillista publicaba titulares como "Detenidos traficantes mexicanos regalando cigarros de marihuana a los escolares", concepto propagandístico que ha durado muchos años y que aún persiste hoy como método alarmista. Hasta que en 1937 ese alarmismo logró convencer al Congreso de EE UU para que aprobara la Marijuana Tax Act, una ley de tributación fiscal con la que el cannabis quedó, de facto, ilegalizado. Y eso fue el inicio de la prohibición global de la marihuana. Años más tarde (1944), Fiorello LaGuardia, alcalde de Nueva York, encargó un estudio para ver de determinar la importancia que tenía el consumo lúdico de marihuana y, para bien o para mal, saber cómo afectaba al funcionamiento social y al incremento de la delincuencia. El resultado del estudio sociológico fue favorable al consumo de marihuana, aunque de nada sirvió. Como de nada había servido tampoco el estudio anterior llevado a cabo entre los marines del ejército expedicionario estadounidense, el llamado “informe Panamá” (1930), que demostró al Gobierno estadounidense que el cannabis no era problemático en ningún sentido. Pocos años después de ser prohibido el cultivo de cualquier variedad de cannabis, incluso para uso industrial, en 1941, al entrar en la II Guerra Mundial junto a los Aliados, EE UU se encontró con que la carencia absoluta de cáñamo, considerado por el Ministerio de Defensa como material estratégico esencial para confección de botas, uniformes, cordajes o asientos de aviones o vehículos de campaña, se levantó entonces su prohibición y se fomentó su cultivo en Nebraska, Kansas, Iowa e Illinois, estados que formaban el llamado “cinturón del maíz”. Luego, acabada la guerra en 1945, el Gobierno, por miedo a que tornara a ser un problema, volvió a prohibir el cáñamo, pero las semillas que habían quedado sobre el terreno fructificaron creando un verdadero cinturón de cannabis silvestre cuyas plantas cada año iban adquiriendo mayor potencia en THC. Pero, volviendo al original miedo que impulsó la prohibición de la marihuana, llegamos a los años cincuenta, –con los ex combatientes de la guerra de Corea que dieron lugar a la generación beat, perdida e indiferente, a los que se llamó despectivamente beatniks–, entonces es cuando surge entre los blancos el consumo de marihuana como una vía de escape a la totalicrática imposición del american way of life postbélico. A este renacer del consumo de marihuana ayudó mucho el cannabis salvaje del antiguo “cinturón del maíz”, cuyas semillas habían diseminado por doquier los nuevos fumadores. Fueron años en los que los jóvenes descubrieron que fumando marihuana podían pensar por sí mismos y solidariamente, que podían romper convenciones familiares y sociales y que, desinhibidos, además, podían divertirse sexualmente. Además de oponerse a la vida consumista y vacua, vieron que debían predicar la paz y rebelarse contra el belicoso Estado que los enviaba a la guerra de Vietnam. Fueron aquellos hippies los rebeldes que otra vez dieron miedo al poder del Estado norteamericano, los jóvenes capaces de encontrar en la marihuana la imaginación y la voluntad que los llevaba a enfrentarse al sistema dominante. Por entonces, en 1961, ya la hegemonía de EE UU había logrado reunir en las Naciones Unidas a casi todos los estados del mundo para que firmaran el Acta Única de Viena, convenio que el miedo ratificaría en Nueva York en 1966. Véase que hasta ahora no he hablado del cannabis como de consumo medicinal, pues creo que una planta, sustancia natural que es buen remedio para los enfermos, no puede hacer daño a los sanos (a no ser que sea manipulada por un laboratorio). O sea, aquí me refiero al hecho por el que la mayoría del activismo cannábico pugna: contra la prohibición del consumo lúdico. El principal objetivo del activismo cannábico siempre creí era rebelarse contra el hecho de que se le niegue el uso placentero de la marihuana. Y aunque en mis primeros años de activista cannábico, tras ver el avance medicinal en California (1996), confié en que conseguiría fumar legalmente si se reconocían las propiedades del cannabis como remedio medicinal, –para lo cual junto a la ARSEC apoyé documental y presencialmente en el Parlament de Catalunya al Grup Ágata de mujeres afectadas de cáncer, y desde el primer número de la revista CÁÑAMO incluí una sección medicinal–, lo hice con la idea de que la defensa del uso medicinal era buena táctica que llevase al verdadero objetivo que yo adopté, es decir, el libre consumo de marihuana en plan lúdico. Muchos conocemos la famosa frase de John Stuart Mill, –reescrita por Escohotado y cantada por Mil Dolores Pequeños–, que alude a la libertad de cada ciudadano para obrar de su piel adentro como un estado independiente y soberano, sin que ningún gobierno pueda imponerle controles a las fronteras corporales de cada individuo. Pero no es así y seguimos sujetos a una prohibición absurda, producto del miedo resentido por los gobernantes estadounidenses a que la marihuana altere el estado de conciencia de las personas hasta el punto de convertirlas en monstruos que, como dijo el infame Harry S. Anslinger, “el mismísimo Frankestein temiera enfrentar”. En realidad, aquella primera república libre americana de casi 240 años, predicadora de los derechos humanos y de la legítima búsqueda de la felicidad para sus ciudadanos, hoy en día es un completo fraude, sus gobernantes han olvidado los fundamentos liberales de su nación y ya, encima de controlar al resto del mundo, sólo buscan fastidiar a sus ciudadanos, verlos trabajar productivamente, procrear con moderación y que se queden en casa ante el televisor. Yo también, al cabo de tantos años de reivindicar, entre otras maneras, la búsqueda de mi felicidad a través del consumo de marihuana, empiezo a temer que antes de morir pueda ver sin penas ni sanciones su libre cultivo y su consumo. Es por ello que soy crítico con las asociaciones que amparan sus actividades tras de la etiqueta “cannabis para los enfermos”. Estoy de acuerdo, y lo he demostrado, en ayudar a que los enfermos disfruten legalmente del cannabis como remedio. Es más, creo que los que puedan hacerlo deben cultivar su propio cannabis. Pero, desde hace años que fundamos el Club de Catadores de Cannabis de Barcelona (CCCB), –que es el modelo que ha dado lugar a los Cannabis Social Clubs promocionados ahora por ENCOD en Europa–, siempre me he mostrado crítico con las asociaciones que cuando han de rendir cuentas ante la justicia apelan a que cultivan para los socios enfermos. Por todo lo antedicho, soy partidario de reivindicar el consumo lúdico, el cultivo para mi propio disfrute, aunque no esté enfermo y no necesite el cannabis como remedio. Por eso, al fundar el CCCB –distinguiéndolo del modelo asociativo sobre “estudios del cannabis”– creamos un club privado que tiene como fines sociales el cultivo y disfrute de la marihuana. Así de claro, aunque con unas normas de funcionamiento que garantizan la no venta a terceros ; que no hace propaganda de sus existencia como club; que no admite como socios a discapacitados mentales ni menores; que para pertenecer al club privado se debe ser consumidor de marihuana y ser presentado por otro socio. Creo que esta fórmula de actuación, por ahora, es la que está llegando más lejos en la pugna por fumar marihuana legal y libremente. Y es que incluso el modelo CCCB se está difundiendo cada día más rápidamente.

1 comentarios:

My Worthy Design dijo...

cuando no mariguanera xD!

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